sábado, 18 de abril de 2015

DIOS INICIA SU PLAN DE SALVACIÓN 2° GRADO



Lee Mateo 20, 1-16 y responde las preguntas:
LA MISIÓN DE LOS FIELES LAICOS
San Juan Pablo II decidió afrontar el problema con la valentía y decisión que le caracterizaron, y convocó un Sínodo de Obispos en 1987 para tratar en exclusiva esta cuestión. Una de las mejores consecuencias de este Sínodo fue la Exhortación apostólica “Christifideles laici” de diciembre de 1988 en la que, al fin, se intentaba explicar qué era un laico con una definición positiva (no sólo indicando lo que no era un laico, es decir, ni sacerdote ni religioso) y se explicaba cuál era el papel que Dios había reservado para estos fieles en la historia de la salvación. Sin duda este documento debe ser a día de hoy el punto de partida si uno quiere contestar a una pregunta como la que da título a esta breve reflexión, de la misma manera que es el punto de partida para la insistente invitación que el Papa Francisco hace a los laicos a que tomen conciencia de su vocación.

Decía San Juan Pablo II que al hablar de la misión del laico no nos estamos refiriendo a cuáles son las labores que puede llevar a cabo dentro del templo, como si su papel fuese “aligerar” el trabajo del cura o ser un “cura menor”, lo que no sería más que otra tentación a la que nos llevaría el clericalismo y que, hay que decirlo, está muchas veces presente entre nosotros (así, por ejemplo, ¡cuántas veces he oído clamar por el papel de la mujer en la Iglesia para que luego sólo se hable de si cabe o no que sea ordenada sacerdote!). Si la vocación del laico es verdaderamente propia y distinta a la del clero, incluso cuando haga algo dentro del templo (como lector o desempeñando cualquier otra función) lo hará según su forma propia de estar en el mundo. Sin embargo, por su peculiaridad, el laico ejerce su misión especialmente en otros ámbitos en los que él está inmerso, como es sobre todo la familia, el trabajo y, en definitiva, todas las relaciones en las que se ve envuelto en su cotidianidad.
Francisco ya nos llamaba la atención en la Evangelii gaudium sobre una determinada actitud respecto a la Iglesia que es bastante habitual entre los laicos. Muchos de nosotros consideramos que nuestra vida se desarrolla en dos ámbitos distintos y plenamente diferenciados, a los que nos referimos como “la Iglesia” y “el mundo”. Nos acercamos a la Iglesia los domingos y fiestas de guardar para participar en ciertos ritos que “tienen que ver con Dios”, recibiendo un servicio que nos prestan los sacerdotes, pero desde el mismo momento en el que salimos de estas prácticas nos sumergimos en “otras diferentes”, en “nuestras cosas”, con las que no tiene nada que ver la jerarquía ni el clero y en las que no tienen por qué meterse, puesto que esa otra esfera de nuestra vida se guía por sus propias normas y tiene sus propios fines. Así, trabajamos para ganar dinero, y en las relaciones económicas –y en otras- buscamos el cumplimiento de fines que tienen que ver con el bienestar. De esta manera Cristo no tiene relación con nuestra vida cotidiana, con nuestros asuntos y, por lo tanto, a poco que nos tomemos esta visión de la vida en serio, el Señor no resulta interesante y bien puede ser dejado de lado, incluso estorba, más allá de la oración y los sacramentos.

El Papa nos llama a salir de esta comodidad, que genera lo que él denomina, con su lenguaje tantas veces particular, “la conciencia aislada”. Nos aislamos de la Iglesia y de los otros, queremos que se nos deje tranquilos para gestionar de manera autónoma nuestras preocupaciones y afanes cotidianos y, como bien sabemos, terminamos por enviar a Cristo al desván de los recuerdos, a dejar primero de frecuentar la confesión y, poco después, la Eucaristía. Es una consecuencia normal: Cristo ha dejado de tener relación con lo que de verdad nos ocupa y nos preocupa. Así logramos servir a dos señores o, dicho de otra manera, atemperar la grandeza del encuentro con Cristo y reducirlo a una medida que nosotros imponemos. El resultado es una especie de paganismo de nuevo cuño: que el Señor nos deje tranquilos que ya nos valemos por nosotros mismos y, si acaso, que nos atienda cuando lo requerimos.

Por eso el Papa nos pide que estemos siempre en misión: porque el testimonio y la misión en todos los aspectos de la realidad es la vocación del laico. No se trata de añadir más nombres a la lista de los cristianos. No es eso lo que nos corresponde y, de hecho, carecemos de esa capacidad. No somos Dios ni tenemos entre nuestras manos la libertad de los demás. El Papa nos invita una y otra vez a vivir la tensión de ir hacia los demás porque esa es la manera en la que mantenemos vibrante la llama de nuestra fe. Si no estamos en misión, si metemos la luz debajo de la mesa, los primeros perjudicados somos nosotros, que nos dejamos arrastrar por una rutina basada en el afán por conseguir los fines del mercado que nos deja, en realidad, desesperados.
 
Pope Francis meets the Italian students 11_

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